Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas
guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y
tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros
recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante
para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el
cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de
miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes,
el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios
encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran.
Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les
gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el
mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante
averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la
Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo
por un prejuicio que ya no es religioso sino social.Lo más grave de
todo es el desastre cultural que estas Navidades pervertidas están
causando en América Latina. Antes, cuando sólo teníamos costumbres
heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios de
imaginación familiar. El niño Dios era más grande que el buey, las
casitas encaramadas en las colinas eran más grandes que la virgen, y
nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era completado con
un tren de cuerda, con un pato de peluche más grande que Un león que
nadaba en el espejo de la sala, o con un agente de tránsito que dirigía
un rebaño de corderos en una esquina de Jerusalén. Encima de todo se
ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en el centro, y un
rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes Magos el camino
de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se parecía a
nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal
copiados del aduanero Rousseau.
La mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes no los
trajeran los Reyes Magos -como sucede en España con toda razón-, sino
el niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los
regalos llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas
de los adultos. Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando
alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad.
Fue una desilusión no sólo porque yo creía de veras que era el niño
Dios quien traía los juguetes, sino también porque hubiera querido
seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces
que también los otros misterios católicos eran inventados por los
padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo. Aquel día
como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria- perdía la
inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los traían las cigüeñas
de París, que es algo que todavía me gustaría seguir creyendo para
pensar más en el amor y menos en la píldora.
Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una
operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo
una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el
Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noél de
los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con
todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo
una fantástica tempestad denieve. En realidad, este usurpador con
nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un santo al que
yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene
nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical
de la América Latina. Según la leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó
y revivió a varios escolares que un oso había descuartizado en la
nieve, y por eso le proclamaron el patrón de los niños. Pero su fiesta
se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se volvió
institucional en las provincias germanicas del Norte a fines del siglo
XVIII, junto con el árbol de losjuguetes. y hace poco más de cien anos
pasó a Gran Bretaña y Francia. Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos
lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando:
la nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno, y
estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos
atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas
Navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo:
esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores,
esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el
umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos
traducídos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las
cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche
infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de
borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o
persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de
quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y de amor,
sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se
quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos
aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie
invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la
abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por
decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos
regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar
explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo
que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de
chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la
fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas
cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació
en Belén, sino en Estados Unidos.
Gabriel Garcia Marquez
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